En Venezuela se ha discutido mucho sobre lo relacionado con la solvencia de los entes de intermediación financiera, principalmente la banca. En virtud de la gran atención, que en todo el mundo se ha dado a la materia de regulación bancaria y siendo aún bastante reciente nuestra última crisis bancaria, esto no ha de sorprendernos.
En el debate creo, que es importante recordar, que las funciones del sector financiero no se limitan, simplemente, a devolver los dineros recibidos de sus depositantes, ya que, de así ser, el tradicional colchón pudiese ser suficiente para cumplir esta misión.
Aparte de proveer otras oportunidades, que sirvan para estimular el ahorro nacional, así como cumplir el trabajo de facilitar los flujos monetarios, existen otras dos funciones, de gran importancia social, que la banca debe cumplir. La primera, es la de ser un agente muy activo en el proceso de generación de riquezas y la segunda, la de colaborar en la función de democratizar el capital, es decir, permitir el acceso al capital a aquellas personas que, carentes de recursos, tengan iniciativas y voluntad de trabajo.
Supuestamente, con el compromiso y la capacidad de cumplir con estas dos últimas funciones, el crear y distribuir riquezas, se justificaban, tanto la solicitud, como la aprobación de una licencia bancaria. ¡Cuánto dista esto de ser cierto hoy! A continuación, presento algunas reflexiones sobre el tema.
En 1975 John Keneth Galbraith, en su libro titulado “Dinero, su origen y destino”, adelantó la tesis de que una de las razones fundamentales, para que en el siglo pasado se lograra, el desarrollo económico del oeste y del sudoeste de los Estados Unidos, era la existencia de una banca agresiva y poco regulada, que con frecuencia quebraba causándole grandes pérdidas a depositantes individuales, pero que, a causa de una ágil y flexible política crediticia, dejaba una estela de desarrollo.
Sin de forma alguna querer hacer una apología al delito (especialmente cuando el delito de verdad estuviese presente), durante los últimos años y con fines puramente analíticos, he sostenido que el error de Venezuela, en relación al trato acordado a sus fugitivos bancarios, fue el de motivarlos a buscar refugio en otros países, donde gastan su dinero y sus esfuerzos, en vez de obligarles a dedicarse al desarrollo de nuestras regiones fronterizas. Oficina principal del Latino – pagando muy altos intereses - sin garantías a los depositantes – en Santa Elena de Guairén.
En cuanto a la democratización del capital, resulta evidente, que la nueva regulación bancaria, hoy más que nunca, obliga a la banca a prestar al que tiene y rechazar como cliente de crédito, al que no tiene. Los días donde un banquero, sobre la simple base de un juicio de carácter, pudiese aprobar un crédito, sin tener que incurrir en el costo de una creación de reservas, que presume por adelantado el no pago, pasaron a la historia.
Por supuesto, en lo anterior, no me refiero a los inmensos volúmenes de créditos al consumo. Recuerdo haber leído que en alguna cultura del lejano oriente se usaba el sistema de acumular dinero entre muchos vecinos y luego rifárlo para que, así por lo menos, alguien tuviese un capital de suficiente importancia para emprender una actividad productiva. Hoy, podemos cuestionar la sabiduría del regulador, al notar la facilidad con que un consumidor logra un crédito y lo comparamos con lo difícil que puede resultar adquirir un préstamo con fines productivos.
Lo mas triste de todo el capítulo regulatorio es que, de verdad, no nos inmuniza del riesgo. Aún en carteras basadas en cálculos probabilísticos y compensaciones vía altas tasas de interés sabemos que, de una forma u otra, los riesgos persisten. Si tienen dudas sobre lo anterior, pregúntenle a los premios Nobel de Economía de 1997, y a quienes, aún sabiendo de matemáticas y sin que el fraude los haya motivado, este año, en una sola empresa, LTCM, fueron responsables de pérdidas por mas de 4.000 Millones de Dólares (un monto básicamente equivalente a la totalidad de los depósitos de la banca venezolana que sufrió la crisis).
Los riesgos siempre existen y, en muchos casos, el sólo tratar de regularlos, genera el riesgo de crear la apariencia de que, vía una supervisión estricta, se haya logrado su efectiva eliminación. A veces, es de buena fe; a veces, sólo es cuestión de fe. Cuando por ejemplo, en Venezuela, la Comisión Nacional de Valores arrogantemente presume de estar efectuando una labor de importancia significativa, sabemos que es puro cuento.
Con frecuencia, en materia de regulación, lo más honesto, lógico y eficiente es simplemente advertir sobre la existencia del riesgo y dejar que el mercado, vía la asignación de precios, desarrolle sus propios caminos.
Yo no propongo, ni por un momento, que el Estado abandone por completo la función reguladora, por el contrario, lo que propongo es que la asuma de forma correcta. La historia esta llena de ejemplos donde el Estado, por meter la mano tratando de evitar un perjuicio, causa perjuicios infinitamente mayores. En el caso de las regulaciones bancarias, desarrolladas para ser aplicadas en países ya desarrollados, no estoy seguro de que estemos haciéndole un favor al país, adoptándolas con tanto fervor.
Pero, ¿qué le hacemos?. La regulación está de moda y hay muchos burócratas en el mundo buscando asegurar su cambur. Acabo de leer un artículo sobre un condado en el estado de Maryland, Estados Unidos, donde, para poder desenvolverse como astrólogo y proveedor de horóscopos, hay que registrarse y obtener una “licencia para leer las manos”. El costo de la licencia es de 150 dólares